04 abril 2008

ud

Mustapha es un buen amigo marroquí que, como tantos otros, ha venido a España a ganarse honradamente la vida. Tiene unas tierras en Marruecos, en las que cultiva naranjas y mandarinas, que no dan para mantener a su familia, mujer y tres hijos, y a la de su hermano.

Toca el laúd, que acompaña mucho su soledad, y ha tenido que construise uno. Un día lo trajo para que lo viera y el instrumento es enternecedor. Como no tenía ni madera ni herramientas adecuadas, le había hecho la caja con un tuper, la tapa con un tablero fino de okumen y el mástil con un mango de azada. Le había puesto tres cuerdas de guitarra, lo único auténtico de aquel instrumento. Con una tira de plástico transparente como púa fue capaz de interpretar unas piezas de música árabe que deleitaron a la concurrencia.

Desde ese día me propuse conseguirle un laúd. Aprovechando el viaje de un compañero suyo que iba a Marruecos le encargué que le trajera uno. A la vuelta Elbekay trajo un laúd, comprado seguramente en una tienda de recuerdos para turistas, que nada tenía que ver con un instrumento musical. Mustapha, que tiene el consuelo de la religión, me tranquilizó: Elbekay no es músico y no sebe de estas cosas.

No me di por vencido y quise ser el intermediario de Alá que premiara la resignación de su siervo. Le compre a través de Internet un auténtico laúd con el que hace las delicias de los gitanos con los que convive en las afueras de la ciudad.

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