Creo que este era el título de unas exposiciones, no sé bien si itinerantes, que se mostraron en algunas catedrales españolas. Aquí se trata de algo mucho más sencillo, pero que la gente parece haber olvidado o, que en estos tiempos de ideas confusas, nadie le enseñó.
En aquellos tiempos no muy lejanos, en que teníamos cuatro ideas pero bien claras nadie hubiera llamado niña a una joven, legalmente casadera, de 15 años, ni cometeríamos el dislate de llamar niño a un adulto desnortado de 23 años como Paquirrín, ahora Kiko, lleno de kas pero sin seso.
Se dividía la edad del hombre en tres etapas: infantil, juvenil y adulta. El fin de la niñez lo marcaba el uso de razón, alrededor de los 7 años, en que uno estrenaba la juventud, dejaba de creer en los Reyes Magos, y lo celebraba con la Primera Comunión y la advertencia de adquiría la responsabilidad de sufrir el castigo eterno del infierno. Se nos empezaba a inculcar la idea de la responsabilidad.
La etapa juvenil estaba dividida en tres periodos por uno central y terrible que es la adolescencia, caracterizado por una revolución hormonal que permite que el ser humano pueda reproducirse. Como este impulso natural está reprimido por convenciones sociales surge la rebeldía, la depresión y los granos.
Y llega la edad adulta. Antes hacia los 30 años, se rebajó a los 21 y ahora, por razones puramente electorales, a los 18, cuando muchos están todavía en una adolescencia tardía. Me quedo con el criterio primero de los 30. Esta tercera, y antes no larga, etapa de la edad adulta se ha hecho hoy larguísima, unos 50 años, siendo su último tramo la vejez.
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