El aeropuerto de Marrakech es nuevo, limpio, moderno y a la hora que llegamos está vacío. Nos espera el taxista. Vamos a la ciudad por unas avenidas rectas, cortadas en ángulo recto, y flanqueadas por campos enormes de olivos y naranjos, cercados por unas rejas artísticas colocadas sobre muros bajos de mampostería y campos yermos.
En las avenidas se mezclan autobuses,, coches, motocicletas, bicicletas y carricoches tirados por escuálidos burros. Un burro famélico cruza la avenida solo y triste. Hay un carril para vehículos lentos, pero es invadido por los coches con excesiva frecuencia.
Al entrar a la ciudad por una de sus innumerables puertas las calles se hacen tortuosas. Pasamos por delante del nuevo Palacio Real y cuando terminan sus muros de más de 10 metros de altura, giramos a la izquierda y entramos en el barrio de Sidi Mimoun. Más allá el taxi no puede seguir. Bajamos y seguimos al taxista a pie hasta el riad. En el primer tramo hay tres diminutas tiendas que siempre están abiertas, luego unas pocas puertas siempre cerradas. Todos dudamos que cuando nos deje el taxista en nuestro alojamiento sepamos salir de este laberinto y si lo conseguimos hacer, nunca sabremos volver.
Unas niñas, guapas, como todas las de esta tierra, y de una simpatía arrolladora, nos preguntan en francés por nuestros nombres y nos piden lápices de colores.
2 comentarios:
De no ser por el burro famélico pensé que habiáis aterrizado en San Francisco, jaja. Interesante. Luego querremos más.
Fotos fotos!!
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