25 agosto 2007

castración

Mientras desayunaba oyendo la SER y leyendo el Diario de Navarra, ha recabado en la radio la intervención del sicólogo estellés Urra, tan aficionado a los medios como cierta bióloga. Le han preguntado sobre el tema desatado estos días por Sarkozy de la castración —química, añaden ante el gesto de dolor que se adivina entre los radioescuchas o los lectores— de los pederastas. El sicólogo estellés no titubea: si.

El procedimiento resulta polémico por distintos motivos. El primero es el legal, ya que las distintas constituciones de los países democráticos impiden la mutilación de sus ciudadanos. No parece, de todos modos, que sea mutilación la tomo de una pastilla que inhiba el funcionamiento de los órganos sexuales. Y menos si el tratamiento es voluntario, porque parece que algunos pederastas reclaman esta solución.

Otro motivo es el biológico. Parece que la pulsión sexual, tanto la normal como esta anormal que nos ocupa, no proviene tanto de los órganos sexuales como de recónditas áreas cerebrales. El que tenga un gato castrado lo ha podido observar a diario. En casa, nuestro gato castrado físicamente, toma por gata cualquier tela arrebujada que vea a su alcance y mordiéndole suavemente en lo que el decide que es su cuello, huelga con ella ronroneando hasta que el placer culmina en un dulce agotamiento. Esto ocurre varias veces al día.

No tiene por qué ser distinto en el caso de un pederasta castrado. Mientras tenga niños a su alcance lo haría con ellos, sólo en ausencia de estos lo resolvería como el gato. A no ser que esas pastillas hagan algo más que una simple castración física.

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